miércoles, 29 de agosto de 2012

SIN CAPA NI ESCUDO

Desde niños nuestra imaginación nos ha permitido creernos héroes de nuestras propias fantasías y, ayudados por la ficción, hemos deseado ser un superhéroe teniendo la capacidad de volar, de ver a través de los muros, de poseer una fuerza sobrehumana, de trepar por las paredes con tan solo poner nuestras manos sobre ellas y luego saltar entre los edificios. De hacernos invisibles o de convertirnos en una antorcha humana y surcar los cielos a gran velocidad. Infinidad de facultades que lográbamos con atarnos una toalla al cuello y usarla como capa o convertir un lápiz en la espada del augurio. Yo personalmente quisiera tener los poderes del Hombre Araña, su personalidad enmascarada y casi siempre incógnita sumado a sus habilidades me han llevado a entretenerme siempre agregando, además, que siempre veo las películas que de este personaje se hacen... y es que son alucinantes.  
Sin embargo sucede también que cada héroe tiene su debilidad; así le sucede a Superman con la kriptonita, a Sansón sin su cabello, a Thor sin su martillo y al Chapulín Colorado si lo cogen de sus antenitas de vinil, etc.

Pero en mi vida existe un héroe real, de carne y hueso. Un héroe sorprendente con muchas fortalezas y casi ningún punto débil; sin embargo poco importante comparado con su valentía.
 
Supe una historia de este personaje precisamente a partir de una hazaña en la que tuvo que luchar contra malhechores en aras de la tranquilidad de un ciudadano de a pie. Debo admitir que comparando la ficción del Hombre Araña con la real existencia de mi héroe en vida, pues el insectito en mención no es más que eso. Y la mejor historia que puedo contar de mi héroe real... porque así realmente pasó... fue la siguiente:

Caminaba una señora por una calle una mañana, el hecho de que sea temprano no garantizaba que el peligro no acechara. Era una viejecita que llevaba bien sujeta al brazo su cartera y su cansado andar la hacía presa de amigos de lo ajeno. Sin embargo, la zona por la que ella pasaba no era nunca escenario de personas de mal vivir, quizá por ello la viejecita continuaba su andar sin preocupaciones. Al llegar a la esquina se dispuso a cruzar advirtiendo que no pasara ningún auto por la pista. Y esmerando el cuidado en su cartera prosiguió su camino.
De pronto a lado se apareció una sombra que de inmediato se convirtió en una persona: arrogante y a la carrera se aferró a la cartera de la viejecita e intentó arrebatarla. Poca fuerza pudo generar la señora y sumado el pánico pasó a la resignación y comenzó a despojarse de su accesorio.

Detrás de ella y siguiendo el caminar de la señora iba andando contenta y feliz la persona del héroe real que inspira esta historia. Caminaba agradeciendo a Dios por cada flor y por el enorme cielo azul que hacían su paseo tan feliz. Cuando se percató del asalto a la anciana dejó aflorar su sentir heroico y sin armamento ni escudo se dispuso a ayudarla. Gritó a voz en cuello que dejara en paz a la señora, que no le haga daño. El tipejo sacó un cuchillo de unos de los bolsillos del pantalón y amenazó a las dos personas que tenía al frente: a la vieja y al héroe sin máscara ni capa. Usando su cuerpo como escudo humano la valentía de mi héroe impidió que la sangre fría del malhechor lastimara a la viejecita. Continúo gritando que se alejara de inmediato porque no iba a permitir que perpetrara un daño mayor a consecuencia de la filuda arma que el ratero poseía. Como todo ladrón de poca monta el sujeto lanzó una serie de improperios que alcazaban hasta los más lejanos ancestros de la señora, tanto así que hasta el propio Matusalén se hubiera removido en su tumba.
Sin embargo el coraje del superhéroe en acción fue el arma suficiente y necesaria para que aflore toda la cobardía del infeliz ladrón y este huyera sin beneficio alguno de su mala acción.

La vieja se derritió en halagos hacia tan majestuosa estampa del héroe y de sus manos recibió su cartera intacta con todo su contenido. Hasta un preservativo tenía la viejita coqueta en la cartera pero esa es otra historia. La viejita siguió su camino y se perdió en su andar y el héroe de esta historia sintió lo que todo ser humano siente luego de reaccionar así ante este tipo de malas eventualidades: Miedo, mucho miedo producto de lo que acababa de hacer.
 
Finalmente y como he dicho, se trata de un héroe real, es decir, de un ser humano como tú que estás leyendo y como yo que estoy escribiendo. Pero si es mi héroe es porque se trata de mi madre y porque fue capaz de actuar ante una situación extrema con dos desenlaces, el que ya conocen o el que hubiera significado probablemente una desgracia.
 
El hecho es que mi héroe, osea mi madre, luego de valeroso actuar fue asumiendo las consecuencias de lo que hizo. Sintió temor, miedo... mucho miedo. Nerviosismo extremo al saberse de pronto vulnerable porque precisamente el fin pudo haber sido nefasto y muy triste. Las piernas se le arqueaban y miraba para todos lados porque sentía la presencia del peligro cerca. Felizmente era tan solo la sensación natural que este tipo de actos suele dejar en uno.
Tomó entonces la decisión de mitigar su ansiedad y se dirigió a una farmacia. Ya con las palpitaciones aceleradas en mayor grado se acercó a la farmacéutica y le pidió un frasco de Agua de Azahar (destilado que supone la calma de un cuadro de alteración del sistema nervioso). Pagó, le despacharon la botellita y como el nerviosismo continuaba y le urgía calmarlo, a mitad de la calle sacó la botella de la bolsa, arrancó la tapa del pico y de inmediato se zampó de un solo tanganaso medio frasco del calmante este (que recuerdo me tomaba yo, cuando era chico, del frasco que cogía prestado pero sin pedirlo, del cuarto de mi abuela).
 
A los 5 segundos de bebido el trago sintió que su estómago y garganta comenzaban a ebullicionar. Su cavidad bucal se agrandaba y se llenaba de espuma. Sin poder controlarlo la espuma salía de su boca a borbotones como quien agitara una botella de gaseosa blanca y la abriera de pronto. SuperMother comenzó a escupir y mientras más escupía más espuma salía de sus entrañas. Sentía la lengua salada hasta que llegaron las arcadas y continuó expulsando espuma como si se tratara de un chopp de cerveza. Un poco más calmada pero aún con la sensación en la boca vio el frasco y se dio cuenta que no era Agua de Azahar sino Agua Oxigenada. Mi tierna madre y siempre heroína de mi vida, en su desesperación y nerviosismo, había pedido en la farmacia un frasco de Agua Oxigenada y con la misma distracción se lo empujó en un seco y volteado memorable y por eso la reacción vomitiva y espumosa al sorberla como si fuera frugos. Una cosa así como que Superman vaya a Inkafarma, pida barras de azufre para las contracturas en la espalda y le den kriptonita y empiece a frotárselas hasta causarse la muerte. Es decir, mi héroe tiene también un punto débil: El Agua Oxigenada (más aún si se la toma).
 
Concluyendo este cómic, mi madre, como hace siempre y como siempre haría un héroe real, sonrío ante la situación. Botó a la basura el frasco de Agua Oxigenada, terminó de eliminar el mal sabor de boca, agradeció a Dios estar bien pese a todo y alzó vuelo en busca de nuevas aventuras.
 
Nuestras mentes continuarán siempre jugando de manera que queramos poseer poderes sobrenaturales y habilidades imposibles pero es cierto también que mi madre es mi mejor ejemplo de un héroe real, de carne y hueso... y un alma perfecta.
 
(dedicado a ti, SuperMadre)
 
Moraleja.- Mamá lo sabe, el Agua Oxigenada alivia.

domingo, 12 de agosto de 2012

PELITO DE POTO

Muchas veces los aromas nos permiten evocar momentos vividos que de pronto regresan a nuestra mente para ubicarnos en algún lugar. Y ese mismo aroma nos alegra básicamente porque permite recordar momentos que quizá incluso hemos olvidado pero se quedaron grabados en nuestro subconsciente: Una compañía, una experiencia, una aventura, un lugar, el lugar donde vivimos, donde crecimos, donde jugamos, qué hicimos, etcétera.

Hace algunos días, dentro de mis caminatas itinerantes por las calles de Lima, el aroma de la leña ardiente de una pollería me hizo recordar muy gratamente a los días que pasé en la Selva allá por el año 1996. Sentir el olor al humo de la madera incandescente de pronto y sin motivarlo me transportó en retrospectiva a la basta y hermosa vegetación de nuestra selva peruana. Tuve la oportunidad de viajar al departamento de San Martín, específicamente a la provincia de Rioja, acompañado de grandes amigos para desarrollar actividades muy lindas producto de un programa de catequésis al que pertenecí entonces.

La tarea era ir en grupo, acompañados de un sacerdote, a las comunidades más alejadas del distrito de Nuevo Cajamarca en Rioja, para transmitir nuestra fe a los habitantes de éstas comunidades ubicadas totalmente alejadas de la ciudad.

(Detalles exactos de esta experiencia los daré más adelante, ahora quiero ceñirme a una de esos sucesos que suelen pasarme...).

Las actividades que refiero líneas arriba demandaban un esfuerzo físico interesante. Entre comunidad y comunidad debíamos hacer largas caminatas por trochas, caminos accidentados e irregulares, rocosos. Muchas veces debíamos andar bajo la torrencial lluvia de la selva. Nos topábamos con toda serie de insectos enormes a comparación de los que comúnmente conocemos en la ciudad: Gusanos, moscas, cucarachas, polillas, avispas, arañas... pero todos los mencionados eran de gran tamaño. En resumidas cuentas, una experiencia que gustoso viviría las veces que fueran necesarias. Con mi esposa y mis hijos iría nuevamente y les enseñaría por dónde estuve porque lo recuerdo claramente.

Y precisamente el olor a la leña quemándose me recordaba las casas de los comuneros porque todos suelen cocinar a la leña y ese olor mezclado con la naturaleza absoluta y pura de la selva confluyen con una paz y tranquilidad propia de lo saludable que es respirar un aire tan puro como ese.

Todo muy bonito, sí, así lo recuerdo. Toda una experiencia de dos semanas que, insisto, quiero repetir pronto.

Sin embargo, a medida que la leña de esta pollería me recordaba mis días en la selva fue en la selva en donde me sucedió algo que no necesariamente recuerdo gracias al olor del humo de la leña.

Una tarde de las que pasé en este viaje selvático, regresábamos en el auto del sacerdote al lugar donde nos hospedábamos. La lluvia había inundado las trochas por donde íbamos y se habían formado enormes charcos de lodo y barro (y no sólo eso). A diferencia de quienes tienen el privilegio de ir en auto por esa zona, los comuneros se desplazan en burro y así guían el ganado.
La destreza de quien manejaba debía darle preferencia a los burros de carga y al conjunto de vacas y bueyes a los que escoltaba. Muy amablemente la persona dueña del burro y el ganado nos saludaba y con el mismo cariño correspondíamos el saludo. Y es que una de las cualidades de los vecinos de las comunidades de esta ciudad es su enorme capacidad de ser atento, respetuoso y hospitalario.

Y así seguíamos surcando camino cuando de pronto la llanta trasera del auto se atascó en un hoyo profundo copado de barro y lodo. No teníamos otra alternativa que bajarnos a empujar y así lo hicimos y como siempre suele suceder, mi descuido me llevó a ubicarme precisamente detrás de la llanta hundida... no, no a lado, sino detrás. Yo vestía un polo de manga corta, un pantalón de buzo impermeable y botas de jebe para desafiar los huecos transformados en trampas con las lluvias.

La lluvia continuaba y asido al auto inicié mi labor del día empujando para sacarnos del fango y continuar con nuestra ruta. El conductor piso el acelerador, el motor rugió con rabia, la llanta giró endemoniadamente pero no salió de la trampa de barro pero sí me salpicó de tal manera el lodo acumulado que me embarró desde la punta de las botas hasta los incisivos y los caninos. Hecho un barro humano de la cabeza a los pies, el chofer animó a pedir una nueva oportunidad y acto reflejo apoyé mis manos en el carro, en la misma posición, empujé con mucha fuerza, el auto salió y por pura ley de inercia me fui de bruces sobre el lodo cual clavadista olímpico. Me levanté y estaba hecho una mugre, escupí el barro que tenía entre los dientes, descubrí mis ojos y empecé a sentir un olor extraño muy cerca a mi nariz. Un olor fuerte, cargado, potente. Ya con el auto rescatado un amigo se acercó y me dijo muy tranquilo - Oe, hueles a caca -. Y así era, el barro no era solamente mezcla de lluvia y tierra, contenía también cantidades industriales de excretas de burros, bueyes y vacas que pasaban por el lugar constantemente.

Y ahí estaba yo, convertido en lo que simbólicamente refiere el título: Era un pelito de poto todo cagadito de punta a punta. El olor se hacía cada vez más penetrante y abusivo. Hasta detrás de las orejas tenia barro (y demás componentes). Y sólo faltaban 2 horas para llegar a casa. Subí al auto, en realidad me relegaron a la tolva, y continué el camino oliendo a todo menos a leña.

Pero como eso no podía ser lo único que debía pasarme para cerrar con broche de caca ese día, llegando al hospedaje nos dijeron que no había agua. Había sido cortada y no volvería hasta el día siguiente. Claro que primero llegó mi olor y después yo y al verme me dirigieron al patio y ahí tuve que esperar. Empecé a secarme y blanquearme. Mis articulaciones estaban petrificadas y mi pestilencia alejaba hasta a las moscas enormes de la zona.
Inteligentemente es costumbre en la Selva colocar canaletas alrededor de los techos y éstos dirigidos a enormes barriles, de manera que aprovechando las fuertes lluvias los barriles se llenan de agua. Procedí entonces a hacer más melodramática la escena y lloré... y llorando me dirigí al barril y con la misma habilidad del Chavo del 8 me introduje en el barril y procedí a limpiar mi bello cuerpo. Al fin me liberé de la presión con agüita de lluvia pero sin jabón hasta el día siguiente que el agua volvió y pude al fin usar los baños. Bañarme con total elegancia y preocupación al punto de hasta extrañar el olor que me acompañó todo el día anterior. Creó que gasté un jabón completo en cada recoveco de mi grácil cuerpo y al fin pasé a ser el pelito de poto más limpio de toda la Selva.

Es por eso que hoy en día no únicamente el olor a leña me recuerda a la Selva sino otro olor particular también me permite remontarme a mis días allá a donde espero volver pero por ninguna razón empujar un carro de una trampa de barro... porque no sólo es barro.

Moraleja: Cuidado con el empujón porque en el lodo puedes darte un remojón y terminar hecho un enorme mojón.