"El ser humano debe disfrutar lo que hace" es mi premisa. Más aún si aquello lo recompensa moral, profesional y económicamente. Disfrutar el día a día permite llevar una vida alegre pese a sus momento aciagos. Hacer las cosas y disfrutarlo es prácticamente un reto pero, sin duda, es una necesidad más aún cuando cada esfuerzo contribuye a salir adelante, en lo personal y con la familia.
Debo reconocer que fui inculcado con mucha sabiduría para afrontar la vida. Ni bien terminé el colegio lo primero que mi padre me dijo fue que buscara un trabajo porque se daba inicio a la preparación de mi propia responsabilidad para valerme por mi mismo y contribuir con las necesidades básicas. Inicié el verano de 1997 con 17 años de edad y ese marzo cumplía 18. El objetivo era conseguir un trabajo remunerativo antes de cumplir la mayoría de edad. En los periódicos salían muchas noticias pero nulos eran los anuncios de puestos de trabajo. Ya no había propina que financie mis fines de semana. La presión continuaba y debía tomar una decisión.
Debo reconocer que tenía muchos temores, como no encontrar trabajo o si lo encontraba no ser capaz de conservarlo. Sin embargo me entusiasmaba la idea de hacerlo y saber que tendría mi propia "independencia" económica.
Pensando en eso tomé una de las decisiones más alucinantes de mi vida. Aprovechando el calor del verano, la "libertad" de no haber conseguido trabajo, la necesidad de conseguirlo... y muchos otros factores, decidí finalmente hacer algo... ir a la playa todos los días. Vivía en Magdalena y con los amigos del barrio caminábamos hasta la playa "Cascadas" detrás del restaurante Costa Verde a pasar el día. En una de esas visitas vi a tres vendedores de sanguches de pollo, cada uno con su particularidad, realizar sus ventas toda la mañana yendo de un lado a otro, de espigón a espigón, ida y vuelta mil veces, vendiendo esos necesarios sanguchones que en algún momento, tentados por el hambre, hemos comido. Había un gordo, un viejo y un surferito pituquito. Cada uno fiel a su estilo anunciaba su sanguche y cada sol bien ganado iría quizá a que el gordo invierta en bajar de peso, el viejo en separar un nicho y el surferito en comprar su nueva tabla o su paco... cada loco con su tema.
Decidí entonces convertirme en un vendedor de sanguches en las playas de la Costa Verde. Conté en casa la idea, aprobaron la moción. Invirtieron en mis útiles: Chisguete verde para el ají, rojo para el ketchup, blanco para la mayonesa y amarillo para la mostaza. Bolsitas para los panes, una pinza para coger los panes. Servilletas de papel con un mensaje de gratitud y harto pollo.
En casa, ya con mis implementos y demasiado entusiasmo, pedí a mi madre deshilachara el pollo pero fiel a su estilo en las artes culinarias no tuvo mejor idea que zampar al animal en el extractor de manera que quedó pica pica de pollo, ni modo... nada me haría claudicar.
Haciendo gala de mi pulcritud y para demostrar la higiene de mi servicio consideré que mientras mejor presentado esté, llamaría la atención y contribuiría mejor a mi propio éxito. Lustré bien unos mocasines marrones que tenía y los usé sin medias, me puse un polo piqué verde y unas bermudas de jean azul. Mi correíta Tabú, un canguro y ya tenía listo el uniforme. Improvisé un cinturón para poder cargar un cooler con 30 panes listos y me enrrumbé a la playa. Decidí empezar en Redondo y caminar hacías Cascadas.
Inicié mi recorrido y me percaté que no tenía la menor idea de lo que debía hacer. Cuando pasaba delante de los veraneantes simplemente no les decía nada por vergüenza y esperaba que alguien tuviera hambre y me pasara la voz. Pero ni las gaviotas se me acercaban. Opté por romper el hielo y acercarme a una pareja que tomaba sol como si fuera lo último que estuvieran haciendo en sus vidas. Les dije - Eh, hola, esteeeeee, ¿no se les antoja un sanguche de pollo casero hecho en casa? - Mi voz salió bastante afeminada y mis primeros clientes ni se percataron de mi presencia. Dije Gracias con la misma voz de Candy que al principio y continué. Más allá había un patita sentado viendo al mar muy nostálgico usando unos lentes de sol. Concentrado en que mi voz debía ser más segura me acerqué y le dije - Hola, ¿un sanguche... eh... de pollo... quiere verlos para que vea que ricos están? - Cuando vi que a sus pies había colocada encima de una piedra una latita para limosna y el nostálgico en realidad era un pobre cieguito reconocí que jamás vería mi sanguche de pollo. Segundo intento: Fallido.
Dos chicas conversaban y fumaban un cigarro. Decidido a por lo menos vender dos sanguches y comerme los otros 28 y largarme a mi casa, me acerqué a ellas. - Hola, tengo sanguches de pollo, ¿quieren? - Ellas dieron un sorbo a la cerveza que tenían en mano y como si yo fuera una gaviota más cagando desde lo alto de un poste, me ignoraron. Acá no pasa nada, pensé. Y caminando me fui de Redondo porque todo me pasó menos hacer negocio redondo con mis 30 sanguches de pollo.
Fui a la playa Cascadas, había mucha más gente disfrutando del verano. Debido al calor sólo tenía ganas de sacarme la ropa, despegarme el calzoncillo que lo sentía estampado en mis zonas erróneas y meterme al mar. De pronto, casi a punto del calateo, escuché un silbido en señal de llamado. Volteé la cabeza y tres chicas y un chico me pasaban la voz. Fui con el afán de aventarles el cooler por la cabeza si se burlaban de mí pero una de ellas me preguntó que vendía. Le dije "Sanguches de pollo, si no le gusta, igual me lo paga" Se rieron los cuatro y es que la frase de los colegas suele ser: Si no le gusta no me lo paga; pero aparentemente el cambio trajo consigo la primera venta del día y por partida cuádruple. La divina providencia permitió que esta venta fuera perfecta. Sin haberlo ensayado pude arrodillarme, abrir el cooler, ofrecer las cremas a cada uno, servir los panes, entregarlos, cobrarlos, dar vuelto y despedirme. Desde ese momento el pecho se me hinchó como si tuviera 80 litros de silicona en cada tetilla y engolando la voz nada acorde a mi grácil cuerpo entoné: "Saaaaaaaaanguche de pollooooooooo... ahí tiene los ricos saaaaaaaaanguches de polloooo... saaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaanguche de pollooo... si no le gusta "igual" me lo paga porque ando misioooooo... saaaaaaaangucheeeeeeee" y la venta fue un éxito total... los 26 sanguches restantes me quedaron chicos. El gordo, el viejo y el surferito pituquito me veían como al forastero pero yo continuaba encandilando a mis clientes para hacerlos cautivos. Terminé mi venta de ese día, me acerqué donde mis primeros compradores y les pedí cuidaran mis cosas. Debajo de la bermuda en realidad llevaba puesta mi ropa de baño, me preparé y me di el chapuzón en el mar más extraordinario que jamás me haya dado. Había ganado S/. 45.00 a razón de S/. 1.50 cada sanguche. Regresé por mis cosas y me fui a casa demasiado contento.
A los dos días decidí regresar a la misma playa. Opté por hacerlo un día sí y un día no. Pese a que no hubo inconveniente la primera vez, evité despedazar el pollo y esta vez si lo serví deshilachado. Mi indumentaria era la misma como cábala de mi fortuna y todo empezó a ir tal como la primera vez. Rápidamente comencé a vender mis sanguches. Con mucho estilo servía las salsas llevando los chisguetes por el contorno y centro del pan bañando al pollito en ají, mostaza, ketchup y mayonesa a pedido de la clientela. Cuando un cliente me pedía más salsa, simplemente hacía el movimiento con la mano pero no apretaba el chisguetito (cojudo no soy tampoco) pero no dejaba de ser generoso. Me encontré con unos amigos del colegio quienes se sorprendieron de mi iniciativa y me compraron también.
De pronto, de muy lejos me llamaron tres chicos. "Ven Ven" me decían. Apresuré el paso porque ahí aprendí que el cliente es la razón de ser de un negocio. En la medida que me iba acercando me di cuenta que la pose de los 3 chicos cada uno sobre su toalla más bien parecía la pose de una sesión de fotos de miss Perú. Con shorcitos al cuete y top para tapar los rollos, las tres peludas y muy sonrientes y coquetas "señoritas" me preguntaron qué tenía. Les dije: "Sanguches de pollo, ¿quieren? - Ay, no. - dijo una(o) de ellas(os). - Te queremos a ti -. Sonreí nervioso y me fui. Bueno, gajes del oficio.
Faltaban sólo 6 sanguches para concluir mi trabajo cuando se me acerca un policía de la Municipalidad de Barranco a pedirme mi licencia para trabajar en la playa en el rubro de comercio ambulatorio. Le dije que no la tenía, que en todo caso esperara a que termine de vender mi producción y que luego iría a tramitarla porque no sabía que se requería permiso o licencia formal. Y puedo jurar que fue verdad, la inexperiencia no me hizo cuidar esos detalles. El uniformado policía municipal me dijo que en verano no se tramitan los permisos, sólo en invierno. ¿¿¿??? Esto me desconcertó pero cándido yo, acepté la indirecta y me retiré de la playa. Pero antes de irme por completo decidí mirar por última vez lo que fue mi mercado y mi primer trabajo. Al voltear y ver a todos los veraneantes y recordar a todos los que hice sonreír con alguna ocurrencia al momento de servirles su sanguche de pollo que todos me pagaron y disfrutaron, me percaté que el policía municipal se acercaba al Gordo, al Viejo y al Surferito Pituquito y con ademán y desdén les dio a entender que había logrado echarme de la playa sin mayor esfuerzo. Me sentí mal pero creo que fui una dura competencia... al punto que tuvieron que sacarme del camino. Quizá por mi pulcritud. Por mi indumentaria. Por el sabor de mis sanguches y sus complementos. Por mi elocuencia al momento de anunciar mis productos... o simplemente quizá porque se dieron cuenta que todos los que me compraron un sanguchito, si no les gustó... igual me lo pagaron.
Ese fin de semana salió un anuncio de trabajo en el periódico. Me presenté y me tomaron... irónicamente fue en Mc. Donald's, y continué vendiendo sanguches un tiempo más.
Moraleja.- Todo trabajo dignifica al hombre... y mis sanguches de pollo dignifican el hambre.