sábado, 3 de noviembre de 2012

EL ÚLTIMO CONVOCADO

El fútbol, en el Perú, es desde hace mucho tiempo un deporte ingrato. Sin embargo con fe seguimos confiando en él. Incluso no es difícil pensar que Cristóbal Colón imaginó una pelota de fútbol para describir la redondez de la tierra (porque el cuento del huevo me parece hueveo) y hasta le propuso a la Reina Isabel apostar su certeza disputando una pichanguita.
El fútbol mueve multitudes, ciudades, naciones... mueve al mundo entero. Pone en vilo nuestras emociones, nos hermana y nos enemista. Crea ídolos capaces de reemplazar dioses. Cuando Perú gana un partido importante, une a la gente en alegría y borrachera y cuando ocurre lo contrario emborracha a la gente en busca de alegría. Es, quizá, el deporte millonario por excelencia. Ya sea en la disputa de un Clásico, de un Descentralizado, de una Libertadores, de una Sudamericana, de una Copa América, de una Eurocopa, de un Mundial o del Mundialito del Porvenir el hombre habla de fútbol. El ser humano respira fútbol más que por otra actividad deportiva incluso moderna.
Pero empecé diciendo que es ingrato porque aún no nos satisface a los peruanos, por lo menos de mi generación, como quisiéramos; porque en cada Eliminatoria, por cierto, nos eliminan; y ahora que la llaman Clasificatoria, pues no clasificamos. Sólo espero poderte ver llegar al Mundial, Perú querido, pero no sólo a través del logo de MarcaPerú, sino a participar del evento más importante del football mundial.

Irónicamente, pese a que disfruto mucho viendo fútbol por televisión, nunca me gustó jugarlo. Ni siquiera voy al estadio. Siempre rehuyo a la oferta de pichanguear un fin de semana. Me excuso diciendo que soy malo (y lo soy con ganas) y que mejor no cuenten conmigo. Yo puedo ir a comprar las chelas al final del partido si quieren pero jugarlo no. Y esto me sucede desde siempre: De chico vivía en una casa grande con jardín y siempre habían regadas varias pelotas que conforme las navidades y cumpleaños pasaban, se sumaban a las demás. En realidad las veces que cogía mis pelotas era para rascármelas pero no estamos hablando de esas sino de las de cuero. En fin, una que otra vez pateaba una pelota y nada más, ni entusiasmo sentía. Pero claro, cuando te ponen por obligación en una cancha, algo tienes que hacer, ¿no?

Fue en el colegio, en 6to. de primaria. Para el tercer bimestre del año las clases de Educación Física consistían en disputar sendos partidos de fulbito en la enorme cancha del colegio. Luego de practicar el Test de Cooper (trotar durante 12 minutos) se formaban los equipos y se jugaban dos tiempos de 20 minutos cada uno aproximadamente. Los capitanes elegidos por el profesor uno a uno señalaban a los compañeros que formarían parte de sus dinámicos equipos. A mí por lo general me elegían cuando las opciones ya eran mínimas, casi a punto de convertirme en el último convocado. 
Mi apellido lo escuchaba ya por consuelo; una cosa así como "mmmm bueno pues... Benavides" y de inmediato pero con cierto temor pasaba a la fila de los convocados.

Ya en la cancha mientras veía la euforia colectiva de todos y yo sin comprender qué pasaba atinaba a no moverme de la zona donde me habían instalado. Ni sé a qué posición correspondía pero recuerdo que estaba casi cerca al banderín del corner con mis zapatillitas y mediecitas bien blanquitas, mi short azulino bien ajustado y el maldito suspensor irritándome las ingles. Pero ahí estaba yo. Mis compañeros de equipo armaban la estrategia y decían "no se la pasen a Benavides, ah" y yo agradecía el gesto y volvía con mi amigo el banderín.
Pero una vez, en el último partido, el decisivo, el crucial, el más intenso de toda la temporada, tenía que pasar lo que pasó. Antes de entrar a la cancha me persigné pidiendo a San Pelé que me doble el tobillo ni bien ingrese al campo para tener excusa de salir de inmediato pero San Pelé se equivocó y le torció la pata a otro, para colmo a uno de los más eruditos en la materia del dribling y el pase largo quien por lo general jugaba de centro delantero. Batalló por un momento pero el dolor pudo más y abandonó el juego a la mitad del primer tiempo. El capitán del equipo nos reunió para acomodar el ataque y la estrategia cuando de pronto todos me miraron. Yo sabía que algo nuevo se venía; quizá confiarían en mí para ponerme de defensa o entre todos me patearían para romperme el peroné y así justificar que con dos bajas no podíamos continuar el juego debiendo postergarse para la siguiente semana. Felizmente no fue la segunda opción. Optaron, entonces, por separarme del banderín y ponerme de defensa con la orden "Tú solo patea" y se reanudó el juego. Faltando 3 minutos para que acabe el primer tiempo nos metieron un gol (nótese que digo "nos metieron un gol", señal de que ya estaba bastante integrado en el asunto). Nos fuimos al cambio de cancha. Yo sonriendo y el resto del equipo con una afán de usar armas de fuego, alucinante. Nos acomodamos nuevamente en la cancha. Sonó el silbato que daba por inicio los últimos 20 minutos de contienda y la consigna era una: Ganar el partido. Veía a mis compañeros correr como Oliver Atom y a nuestro arquero como Benji Price.
 
En una salida rápida igualamos el marcador 1 - 1. Vi al dueño del gol correr como ratero por la cancha hasta llegar a los demás muchachos quienes se unieron en un abrazo y en ese momento me di cuenta que yo estaba más solo que Tarzán en el día de la madre así es que sigiloso pero a prisa me acerqué al grupo y me lancé encima de todos a celebrar el gol. Finalmente éramos equipo.
Pero el empate no era victoria así es que estábamos de nuevo como habíamos empezado pero con más adrenalina encima. Sí, me pasó a mi también. Sentía mucha emoción y me puse a pensar en eso. Me imaginé entrando en el mejor equipo y luego siendo convocado para la selección. Vistiendo la blanquirroja. Saliendo de camerinos hacia el campo, escuchando mi nombre en coro a estadio lleno. Posando para la fotito de álbum de Navarrete. Dando autógrafos. Moviendo el balón como los dioses. Ganando el Balón de Oro, la Pelota de Oro, el Calzoncillo de Oro. Toda una estrella del fútbol... y en ese preciso momento mis pensamientos se estrellaron de cara contra mi realidad regresando de improviso a mi posición en la cancha del colegio jugando el último partido de la temporada. La pelota había llegado a mis pies por una mala jugada del adversario. Simplemente no sabía qué hacer, oía las pisadas contra el campo de los oponentes que se acercaban violentos a quitarme la pelota con pie y todo si era necesario. Empezaba a sudar, a dar pequeños brincos en mi sitio. Sentí mareos. Pasaba la saliva con dificultad. De mi equipo no había nadie cerca. Mi arquero, lleno de ternura, me dijo "¡¡¡patea conchetumadre!!!". Miré hacia atrás con la mejor cara de imbécil que pude para poder verlo como pretendiendo que me repita la orden y así lo hizo con más entonación acompañado de un escupitajo rabioso. Volví la mirada y 6 trogloditas se me acercaban iracundos y como si la vida se viviera en cámara lenta flexioné la rodilla llevando mi pie hasta mi nuca prácticamente, cerré mis ojos con fuerza generando energía desde mi testículo derecho hasta la punta de los pies y logré patear la pelota con la punta de la zapatilla de tal manera que sentí mi pie hundirse en el cuero del esférico. Éste salió disparado cual bala de cañón para el asombro de todos, propios y ajenos. La pelota surcó todo el campo y luego comenzó su descenso muy cerca al arco rival y antes de que impactara contra el piso una patada certera de un compañero llevó la pelotita directamente al fondo del arco. Nada pudo hacer el arquero. Fue un gol extraordinario. El grito se hizo escuchar mientras uno a uno caían encima de mí mis jugadores, para festejar el triunfo entre todos y felicitar mi "extraordinario pase de gol". 2 minutos después el partido terminó, ganamos 2 - 1 y fue una tarde inolvidable... que hoy recordé, 22 años después, mientras que, jugando fútbol en la sala de mi casa con mis dos hijos y contándoles mi anécdota, recapitulé en mi pasé de gol... y rompí la lámpara del comedor.
 
Esa vez en el colegio jugué mi primer y único partido. Es cierto, no me gusta jugar al fútbol pero me gusta verlo. Disfrutarlo en familia y con amigos. Sufrir y emocionarme. Festejar o lamentarme. Es parte de esa pasión que despierta este deporte. Lo triste es ver cómo se pierden partidos no por superioridad futbolistica sino por inferioridad profesional... pero ese es otro tema... yo prefiero imaginar que juego en un mundial haciendo un pase de gol... y claro, evitar seguir rompiendo los focos de mi casa.
 
Moraleja.- Todo hay que hacerlo con Pasión para contribuir a marcar los mejores goles de nuestra vida.