En el barrio, en el colegio, en la familia... en fin. Disfrutamos la infancia en todo lugar que nos corresponde vivir los años de aprendizaje de la vida pero al mismo tiempo el desinterés y despreocupación porque como niños para eso es que vivimos esta etapa. Es cuando atesoramos los mejores recuerdos de nuestra vida.
Todos los niños merecen ser niños y vivir a plenitud este momento. Todos, sin excepción.
Cuando dejé de ser niño decidí entonces no dejar de serlo y hasta el día de hoy me divierto como tal y eso me ayuda a tener más fresco el recuerdo de la cantidad de cosas que he vivido siempre. Y siempre fue emocionante esperar los sábados para acompañar, con mi hermano, a papá al trabajo. Él trabajaba en un almacén de aduanas en el Callao y los sábados cargaba con nosotros y pasábamos el día mirando lo que hacía. Se dedicaba a cumplir sus funciones y nosotros éramos pues, los hijos del jefe. Señor Benavides le decían para todo y nosotros, mi hermano y yo, sentíamos mucho orgullo y nos adueñábamos del lugar. Éramos los Señoritos Benavides entonces y nos trataban muy bien. Nos hicimos no sé si amigos de las personas que ahí trabajaban pero por lo menos sí siempre éramos naturalmente bienvenidos.
La oficina de papá quedaba al fondo de dos almacenes enormes, gigantes; tipo hangares. En su oficina había un sillón enorme, reclinable y la idea era llegar a él en primer lugar... tratar de abrir los cajones, jugar con los sellos, ver nuestras fotos que mantuvo siempre en su escritorio. Pero la diversión real estaba afuera, en el almacén enorme donde se apilaban cientos de miles de costales que contenían polietileno (http://www.plasticbages.com/polietileno.html), el juego libre era trepar por los costales, saltar de una pila a la otra a considerable altura y así, todo el día jugando a lo mismo e investigando todo lo demás que había en el almacén: Montacargas, patos hidráulicos, máquinas rarísimas, etc.
Papá usaba una camioneta pick up Nissan color crema que la empresa le proporcionaba. Una tarde, en el almacén, jugando a lo mismo de siempre entre las bolsas de polietileno y sin cansarnos, papá nos llamó. Ya era hora de irnos, subimos a la camioneta y fuimos hacia la puerta que daba a la calle para irnos a casa. Felices, contentos, cansados, enterrados y satisfechos. Antes salir papá paró el carro, bajó y se dirigió a algunos empleados para coordinar algunos trabajos para el fin de semana. Mi hermano y yo aprovechamos en bajar de la camioneta y sacar el mayor provecho de los minutos de la conversación en seguir jugando. Papá regresó a la camioneta al cabo de unos minutos y nos dijo que debía regresar a la oficina porque había olvidado algo. Debido al largo trecho entre la puerta de salida y la oficina dentro del almacén haría el regreso en la camioneta. Nos pidió esperarlo ahí porque no demoraba.
Es aquí donde la historia comienza a destruir la absurda costumbre del final feliz de los cuentos de hadas.
Papá arrancó la camioneta, al primer rugir del motor mi hermano corrió hacia ella y sujetándose de la baranda posterior saltó al parachoques y de inmediato a la tolva. Yo, como todo hermano menor, secundé su hazaña e hice lo propio. Corrí, corrí un poco más, llegué a coger la baranda, salté al parachoques y luego a la tolva. Excelente, papá nos veía por el espejo retrovisor y estoy seguro que se divertía por ver nuestra diversión y "astucia".
Fue entonces cuando mi hermano, intrépidamente y con mucha precisión se paró, pasó una pierna por encima de la baranda y pisó el parachoques posterior, luego pasó la otra pierna y por poco grita ¡¡¡I'm the King of Wooooorld!!! pero en ese entonces esa frase aún no era famosa. Y así viajó un ratito dejándome ver su satisfacción y espíritu aventurero. Y para colmo de mi natural envidia por su capacidad de desafiar el peligro, dio un salto a la pista sin dejar de cogerse de la baranda y velozmente sus pies regresaron al parachoques, logrando nuevamente la estabilidad necesaria para ingresar otra vez a la tolva... me vio y me dijo "¡SOY RAMBO!"
La camioneta ya había alcanzado una velocidad promedio pero yo no podía dejar de vivir la experiencia de niño esa de la que tanto rollo digo al principio de este relato; y decidí hacer lo mismo.
Con igual precisión me cogí de la baranda, pasé las piernas y me paré en el parachoques. Papá continuaba manejando con su consabida concentración. Yo miraba hacia abajo y veía como pasaba la pista a velocidad, y entonces sucedió.
Salté hacia la pista y grité:
¡¡¡Y yo soy el hermano de Raaaambssggjtddgjjgijjsgggtsshshhhggrrt!!!
Asustado y sin reacción alguna sentí que mis pies, al tocar la pista, no lograron dominar el salto y tropecé y comencé a ser arrastrado por todo el almacén ya que estúpidamente no optaba por soltar las manos de la baranda y papá aparentemente dejó de ver por el retrovisor. Sentía como mis rodillas iban dando de botes por la pista, perdí las dos zapatillas y una media. Mi hermano, admitámoslo la escena era perfecta, se reía viendo la cara del hermano de Rambo en apuros. Lo irónico es que no me soltaba. Mientras más me aferraba a la baranda menos precisión tenía para pararme y lograr equilibrio. Continuó el derrapamiento de rodillas y el derramamiento de sangre. Rambo seguía riendo y aconsejaba al hermano de Rambo que se suelte. Yo recuerdo muy claramente la escena, mirando hacia arriba a mi hermano, o sea a Rambo, y tratando de entender que me pedía que me soltara. Y así lo hice, me solté y la ley de la inercia me hizo salir despedido hacia un lado dando vueltas sobre el pavimento quedando adolorido, asustado y muy contrariado.
La camioneta se alejó y yo, el estúpido hermano de Rambo, quedé a la deriva. Me puse en pie, fui por mis zapatillas y mi media y mi dedo gordo. Ubiqué un baño, entré, me lavé las rodillas con un agua turbia que salió de una ducha que lo único que hizo fue avivar el ardor y la infección. Mi polo estaba sucio completamente y mi short totalmente rasgado. Comencé a caminar cojeando hacia la oficina de papá pero él ya manejaba hacia mí y mi hermano lo acompañaba. Atolondrado por la experiencia me hice a un ladito, no vaya a ser que la intención sea atropellar al hermano de Rambo por huevón... pero no. Subí a la camioneta, conté mil veces mi súpergenial estupenda experiencia vivida esa tarde porque, claro, algo de valentía tenía que demostrar. Si bien mi versión mejorada distaba en algunos aspectos de la contada por mi hermano, hoy la recuerdo con mucho cariño porque finalmente eso pasó cuando niño, en familia... como debe ser, como debe ser la vida de todo niño; siempre a lado de papá, de sus hermanos y por supuesto de mamá, capaz de curar las heridas del hermano de Rambo con extraordinario amor.
Moraleja: No intentes ser como el hermano de Rambo porque Rambo ¡nunca tuvo hermanos!
Mis sabados por las mañanas tienes el poder de alegrarlos con tus maravillosas historias , me voy feliz a comprar al mercado , pensando en que lindo es ser un niño con ese espiritu como el tuyo , SER SIEMPRE UN NIÑO FELIZ!!!
ResponderEliminarSoy la mamá de Rambo y de su hermano, esta historia me ha llevado en un abrir y cerrar de ojos a los años 80, efectivamente, todos los sábados mi maridito se los llevaba al trabajo y mis rambitos regresaban de la verdadera guerra, sudados, sucios, con los bolsillos llenos de tierra y bolitas de polietileno y muertos de hambre, de frente a la ducha a cambiarse y estar listos para salir a almorzar.
ResponderEliminarAsí eran nuestros sábados de esa época, maravillosos!!!!!
OjO, los de ahora tamibén lo son.....