Muchas veces los aromas nos permiten evocar momentos vividos que de pronto regresan a nuestra mente para ubicarnos en algún lugar. Y ese mismo aroma nos alegra básicamente porque permite recordar momentos que quizá incluso hemos olvidado pero se quedaron grabados en nuestro subconsciente: Una compañía, una experiencia, una aventura, un lugar, el lugar donde vivimos, donde crecimos, donde jugamos, qué hicimos, etcétera.
Hace algunos días, dentro de mis caminatas itinerantes por las calles de Lima, el aroma de la leña ardiente de una pollería me hizo recordar muy gratamente a los días que pasé en la Selva allá por el año 1996. Sentir el olor al humo de la madera incandescente de pronto y sin motivarlo me transportó en retrospectiva a la basta y hermosa vegetación de nuestra selva peruana. Tuve la oportunidad de viajar al departamento de San Martín, específicamente a la provincia de Rioja, acompañado de grandes amigos para desarrollar actividades muy lindas producto de un programa de catequésis al que pertenecí entonces.
La tarea era ir en grupo, acompañados de un sacerdote, a las comunidades más alejadas del distrito de Nuevo Cajamarca en Rioja, para transmitir nuestra fe a los habitantes de éstas comunidades ubicadas totalmente alejadas de la ciudad.
(Detalles exactos de esta experiencia los daré más adelante, ahora quiero ceñirme a una de esos sucesos que suelen pasarme...).
Las actividades que refiero líneas arriba demandaban un esfuerzo físico interesante. Entre comunidad y comunidad debíamos hacer largas caminatas por trochas, caminos accidentados e irregulares, rocosos. Muchas veces debíamos andar bajo la torrencial lluvia de la selva. Nos topábamos con toda serie de insectos enormes a comparación de los que comúnmente conocemos en la ciudad: Gusanos, moscas, cucarachas, polillas, avispas, arañas... pero todos los mencionados eran de gran tamaño. En resumidas cuentas, una experiencia que gustoso viviría las veces que fueran necesarias. Con mi esposa y mis hijos iría nuevamente y les enseñaría por dónde estuve porque lo recuerdo claramente.
Y precisamente el olor a la leña quemándose me recordaba las casas de los comuneros porque todos suelen cocinar a la leña y ese olor mezclado con la naturaleza absoluta y pura de la selva confluyen con una paz y tranquilidad propia de lo saludable que es respirar un aire tan puro como ese.
Todo muy bonito, sí, así lo recuerdo. Toda una experiencia de dos semanas que, insisto, quiero repetir pronto.
Sin embargo, a medida que la leña de esta pollería me recordaba mis días en la selva fue en la selva en donde me sucedió algo que no necesariamente recuerdo gracias al olor del humo de la leña.
Una tarde de las que pasé en este viaje selvático, regresábamos en el auto del sacerdote al lugar donde nos hospedábamos. La lluvia había inundado las trochas por donde íbamos y se habían formado enormes charcos de lodo y barro (y no sólo eso). A diferencia de quienes tienen el privilegio de ir en auto por esa zona, los comuneros se desplazan en burro y así guían el ganado.
La destreza de quien manejaba debía darle preferencia a los burros de carga y al conjunto de vacas y bueyes a los que escoltaba. Muy amablemente la persona dueña del burro y el ganado nos saludaba y con el mismo cariño correspondíamos el saludo. Y es que una de las cualidades de los vecinos de las comunidades de esta ciudad es su enorme capacidad de ser atento, respetuoso y hospitalario.
Y así seguíamos surcando camino cuando de pronto la llanta trasera del auto se atascó en un hoyo profundo copado de barro y lodo. No teníamos otra alternativa que bajarnos a empujar y así lo hicimos y como siempre suele suceder, mi descuido me llevó a ubicarme precisamente detrás de la llanta hundida... no, no a lado, sino detrás. Yo vestía un polo de manga corta, un pantalón de buzo impermeable y botas de jebe para desafiar los huecos transformados en trampas con las lluvias.
La lluvia continuaba y asido al auto inicié mi labor del día empujando para sacarnos del fango y continuar con nuestra ruta. El conductor piso el acelerador, el motor rugió con rabia, la llanta giró endemoniadamente pero no salió de la trampa de barro pero sí me salpicó de tal manera el lodo acumulado que me embarró desde la punta de las botas hasta los incisivos y los caninos. Hecho un barro humano de la cabeza a los pies, el chofer animó a pedir una nueva oportunidad y acto reflejo apoyé mis manos en el carro, en la misma posición, empujé con mucha fuerza, el auto salió y por pura ley de inercia me fui de bruces sobre el lodo cual clavadista olímpico. Me levanté y estaba hecho una mugre, escupí el barro que tenía entre los dientes, descubrí mis ojos y empecé a sentir un olor extraño muy cerca a mi nariz. Un olor fuerte, cargado, potente. Ya con el auto rescatado un amigo se acercó y me dijo muy tranquilo - Oe, hueles a caca -. Y así era, el barro no era solamente mezcla de lluvia y tierra, contenía también cantidades industriales de excretas de burros, bueyes y vacas que pasaban por el lugar constantemente.
Y ahí estaba yo, convertido en lo que simbólicamente refiere el título: Era un pelito de poto todo cagadito de punta a punta. El olor se hacía cada vez más penetrante y abusivo. Hasta detrás de las orejas tenia barro (y demás componentes). Y sólo faltaban 2 horas para llegar a casa. Subí al auto, en realidad me relegaron a la tolva, y continué el camino oliendo a todo menos a leña.
Pero como eso no podía ser lo único que debía pasarme para cerrar con broche de caca ese día, llegando al hospedaje nos dijeron que no había agua. Había sido cortada y no volvería hasta el día siguiente. Claro que primero llegó mi olor y después yo y al verme me dirigieron al patio y ahí tuve que esperar. Empecé a secarme y blanquearme. Mis articulaciones estaban petrificadas y mi pestilencia alejaba hasta a las moscas enormes de la zona.
Inteligentemente es costumbre en la Selva colocar canaletas alrededor de los techos y éstos dirigidos a enormes barriles, de manera que aprovechando las fuertes lluvias los barriles se llenan de agua. Procedí entonces a hacer más melodramática la escena y lloré... y llorando me dirigí al barril y con la misma habilidad del Chavo del 8 me introduje en el barril y procedí a limpiar mi bello cuerpo. Al fin me liberé de la presión con agüita de lluvia pero sin jabón hasta el día siguiente que el agua volvió y pude al fin usar los baños. Bañarme con total elegancia y preocupación al punto de hasta extrañar el olor que me acompañó todo el día anterior. Creó que gasté un jabón completo en cada recoveco de mi grácil cuerpo y al fin pasé a ser el pelito de poto más limpio de toda la Selva.
Es por eso que hoy en día no únicamente el olor a leña me recuerda a la Selva sino otro olor particular también me permite remontarme a mis días allá a donde espero volver pero por ninguna razón empujar un carro de una trampa de barro... porque no sólo es barro.
Moraleja: Cuidado con el empujón porque en el lodo puedes darte un remojón y terminar hecho un enorme mojón.
Ay Dios!! eso no se vale , no es posible que tenga que derramar lagrimas pero no de dolor sino de risa , , pero bueno gracias a ti Franquito me ha haces reir, y de alguna manera alegras mis dias domingos.QUE GRANDE ERES!!!!!
ResponderEliminarLoquillo de mi corazón, tienes cada cosa y cada caso que de verdad aplaudo tu decisión de haber creado este blogg; me encanta y lo extraño cuando no hay nuevas publicaciones.
ResponderEliminarPelito de Poto me hizo reír mucho.
Besito.