viernes, 7 de junio de 2013

NO TE METAS EN HUEVADAS, BENAVIDES

Es domingo. Un niño camina por la calle, va de la mano de su mamá. Lo miro, lo conozco. Él me mira, reconoce y me saluda sonriente. Yo correspondo su saludo. Él sigue su camino y dejo de verlo. Se va.
Al domingo siguiente pasa lo mismo: pasa por la misma calle llevado por su madre. Nos miramos y nos saludamos tímidamente. Él es un niño y yo tengo su misma edad. Siempre me sonríe.
Y así muchos domingos sucedió lo mismo. Con papá íbamos a hacer las compras los fines de semana cuando éramos niños y siempre veía a un amigo del colegio pasar de la mano de su mamá. Nos saludábamos con cierta complicidad sintiendo que era divertido vernos en días ajenos al colegio sin el típico uniforme sino en ropa de calle. Los lunes que nos veíamos en el colegio el código era distinto ya sea por confianza o por dominio del espacio donde estábamos. Pero al siguiente domingo sucedía lo mismo, su sonrisa, su andar ligero, su saludo cálido y mi reciprocidad. Un amigo del colegio, niño. Su imagen siempre me ha acompañado y ahora que tengo hijos pequeños pero que crecen, pienso en él y sé que no puedo perderlos ni un solo segundo de vista y que mi atención debe estar no tan cerca que los oprima pero tampoco tan lejos como para que no la perciban.
 
Pasaron muchos años desde esos domingos en que me saludaba con mi amigo en la calle sin que nadie se diera cuenta. La etapa escolar terminó, yo no culminé secundaria en el mismo colegio que él y bueno, simplemente cada uno hizo su vida. Pasaron muchos años. 
Una tarde fría de invierno salí a jugar frontón con unos amigos del barrio. Este deporte se había convertido en mi favorito y lo practicaba con mucha frecuencia. Era toda la tarde darle a la paleta en torneos inventados por el grupo pero que nos divertían e incluso nos mantenía en cierta forma. Siempre había un rival a quien era difícil ganarle y a quien con facilidad podía vencer. Esa tarde, a mitad de juego vi a lo lejos a dos personas que nos miraban, ellos no eran del vecindario. Me di cuenta porque vivía en un conjunto habitacional relativamente pequeño lo que permitía conocer a casi todos los chicos de ahí. El hecho es que estas dos personas nos miraban y cuando mi juego terminó me di cuenta que a quien miraban era a mí directamente. Eso llamó mi atención porque era raro que sucediera. Quise restarle importancia pero no fue sencillo porque cuando me despedí y fui caminando hacia mi casa estas dos personas me siguieron.
 
De la cancha de frontón a la puerta del edificio donde yo vivía no había mucha distancia por lo que mi andar fue tranquilo pese a sentir que me respiraban en el hombro. Fue muy extraño. Al doblar una esquina uno de ellos me llamó por mi apellido. Al escucharlo me detuve y miré hacia atrás. Uno de ellos se me acercó y me tendió su mano (el otro muchacho se quedó unos pasos atrás), por un reflejo rápido correspondí el saludo. Lo miré y no lo reconocí. ¿No te acuerdas de mí, Benavides? me dijo y yo sonriendo le dije que no. Eso hizo que él sonriera y de inmediato mi mente, en retrospectiva, viajó años atrás a esos domingos en donde un niño caminada de la mano de su mamá y al verme sonreía y me hacía adiós con la mano mientras continuaba su andar. Era mi amigo del colegio, sí, él mismo. Hola, le dije, y me detuve a ver su rostro. Su mirada era esquiva y perdida, su gesto mustio. Sus labios parecían callos y su aspecto era turbio, descuidado y sucio. ¿Qué haces acá?, le pregunté y me dijo que estaba paseando y al pasar me había reconocido y se había acercado a saludarme. No podía distraerme de su aspecto. Sus dientes eran amarillos, algunos de ellos picados. Lo pude notar en su sonrisa que no era feliz como cuando niño sino tétrica y sin emoción. Sus ojos parecían encendidos por detrás con luces rojas y los lacrimales eran ennegrecidos. Sus uñas tenían un color amarillento extraño y la piel de sus manos eran ásperas como la lija, así lo noté cuando nos saludamos. Su olor corporal no era nada agradable. Me llamó mucho la atención verlo así porque antes de esta vez su imagen era totalmente inocente e infantil como la de todos los domingos por la mañana.
 
Me preguntó acerca de mi vida, le dije que estaba trabajando en un restaurante de comida rápida. ¡Qué bacán!, me dijo y reía con torpeza y exageradamente mirando a los lados como si lo estuvieran persiguiendo. Fuimos caminando hacia el malecón que quedaba a pocos metros de ahí. Su acompañante siempre se mantenía a distancia de él. Ya en el malecón sacó de su bolsillo un cigarro de marihuana, lo prendió y comenzó a fumar como si se tratara de su último porro. El olor particular de la marihuana convirtiéndose en ceniza era sumamente desagradable. Quería irme pero la situación me permitía pensar que quería decirme algo importante porque se le veía impaciente y apurado. Tan apurado que terminó en diez pitadas su cigarro artesanal y me dijo que estaba buscando a una persona y que de lejos me había reconocido y por eso se me acercó. Esto último lo repitió varias veces y cada vez con la misma entonación, cada vez como si fuera la primera que lo decía. Exageradamente emocionado. De pronto con una seña con los dedos le pasó la voz a su compañero y le hizo el gesto de que le entregara algo. Yo no entendía nada y sentía incomodidad por toda esta situación. La otra persona saltó el malecón, se agachó a lado de la maleza y recogió una bolsa plástica. En ella habían cinco envoltorios de cocaína. Se los pasó a mi amigo, abrió uno de ellos y aspiró el contenido con mucha destreza. Miró al cielo, gritó. Sonrió aún más. Me miró y me ofreció un envoltorio. Le dije que no. Me dijo que me respetaba por eso. Se despidió de mí y se fue. Se despidió con una palmada en mi espalda diciendo: ¡no te metas en huevadas, Benavides!. Y nunca más volví a verlo. Lo último que escuché al irse fue el sonido de sus zapatillas arrastradas por la vereda.
 
Este episodio extraño en mi vida me sirvió para darme cuenta, a los 16 años, en esa edad en la que creemos dominar el mundo porque nos sentimos dueños de la verdad, lo destructiva, maldita y asesina que puede ser la droga en sus más conocidas manifestaciones. Lo suicida que puede ser probarla y depender de ella. Esa imagen hasta el día de hoy me duele porque de un momento a otro el destino me permitió ver el antes muy antes y el después desgarrador de un consumidor de droga. ¿Qué pasó en su vida para que terminará o anduviera de esa manera?, jamás lo sabré. Yo ya pasé la prueba. Puedo decir con todo derecho y convicción que nunca en mi vida he probado alguna tipo de droga de esta naturaleza. He fumado cigarros de nicotina, sí, bastante en una época determinada de mi juventud hasta un día que mi hijo mayor, en ese entonces de tres años, me dijo que no lo haga porque me iba a hacer daño a los "plumones". Muchas veces me pregunté si no debí hacer algo cuando tuve a mi amigo en frente y en esas condiciones... pero ni modo. No lo hice y para ser sincero probablemente no hubiera trascendido en nada mi intención.
 
Hoy tengo dos hijos pequeños que pronto asumirán la vida como suya en el sentido adolescente del término. Ellos vivirán su libertad sobre la base de la educación familiar que reciban pero las tentaciones, la búsqueda, la experiencia y todo lo que la calle les presente siempre estará ahí. Ellos tendrán que elegir, tomarán la decisión más interesante, seleccionarán sus opciones hasta llegar a sus propias conclusiones. Aprenderán, caerán y se levantarán. Recurrirán a mí o a mamá si así lo ven necesario o reprimirán sus frustraciones. Tendré que estar muy atento a eso. Pero finalmente serán ellos mismos y su propia autenticidad porque llegará el momento en que dejarán de depender de mí y caminarán solos desarrollando sus vidas a partir de cómo la conocen. Y yo estaré, desde la ventana de mi casa, despidiéndolos desde lejos, sonriendo mutuamente como lo hacía con mi amigo esos domingos de antaño pero añadiendo a mi felicidad el deseo de que nunca les pase a ellos lo que a amigo le pasó e irónicamente diciéndoles, no se metan en huevadas, par de Benavides.
 
Moraleja.- Tenemos una sola vida, no perdamos la oportunidad de vivirla bien.

1 comentario:

  1. Hijo, todos los días pongo a ti, a tus hermanos, a mis nietos, a papá y todo el resto de la familia en sus manos y le agradezco también por darles la fuerza de seguirlo y hacer su voluntad.
    Hermoso y enriquecedor relato.
    Te quiero mucho loquito.

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