Cuando era chico respondía que
cuando fuera grande sería médico, después piloto, también piloto médico por si
alguien en el avión se enfermara. Ya
adolescente me proyectaba siempre como actor, cantante, imitador, director de
cine y teatro, etc. Hubo un tiempo también en que aseguraba que sería
sacerdote, esto último quizá fue más movido por emoción que por vocación, y
claro, nunca se concretó. Sin embargo, dentro de mis aspiraciones de qué ser
cuando sea grande hubo una que nunca consideré hasta que me sucedió y de qué
manera.
Tenía 26 años cuando fui papá.
A los 25 me enteré que lo sería y no de la forma que comúnmente se conoce sino
de una variable que fortalece la precisa frase de “padre es quien cría”.
Mateo llegó al mundo una
cálida mañana de abril, pero dos semanas antes de su nacimiento en una de los
últimos exámenes practicados aun dentro de su piscina amniótica se evidenció
que, en vez de un pan bajo el brazo, traía un quiste bajo el hígado. Sí,
enfrentábamos entonces el sabor agrio que produce la mezcla de la dulce emoción
con la amarga preocupación.
El nacimiento de Mateo fue tan
normal como cualquiera por medio de una cesárea que hoy dibuja una sonrisa en
la panza de mi esposa y que fue la misma puerta por la que, tres años después,
Santiago arribó para terminar de acomodar mi vida.
Al cabo de 6 meses de nacido,
Mateo ingresaba por primera vez a una sala de operaciones para extraer el quiste
que tenía debajo del hígado. Había aumentado su tamaño muy pronto y no era
recomendable esperar más tiempo para operarlo porque podría complicarse el
cuadro. No podíamos estar cerca de la intervención y el pronóstico de que todo
saldría bien no cesaba el nerviosismo. Luego de una hora Mateo retornaba a su
habitación y verlo aun con el efecto de la anestesia, con marcas en sus bracitos
de los equipos médicos que tuvo conectados y sus piernitas rolludas no
estiradas del todo aun porque no había perdido la costumbre de estar fuera de
mamá se convertía en un cuadro sumamente sensible. Debíamos esperar que
reaccione y entenderlo sin que él sepa comunicarse. Al despertar parecía que no
solo había sido operado sino también reforzado con vitaminas. El llanto que
entonó no fue de dolor, fastidio o incomodidad sino de hambre y en escasos diez
minutos se terminó dos mamaderas completas de leche para luego ponerse a jugar
en su cuna como sí, sorprendentemente, nada hubiera pasado. Tuvieron que
retirarle la vía de inmediato y le dieron de alta prácticamente a las horas. Seis
meses de nacido y mi campeón ya lleva la marca de 3 incisiones laparoscópicas
en su abdomen.
Mateo continúo creciendo y lo
hacía de forma desproporcionada a comparación de sus pares. Llamaba mucho la
atención en su nido al ser evidentemente más alto que los demás. Visitamos a
varios especialistas y recomendaron que use zapatos ortopédicos pero su crecimiento
no permitía que estos duren mucho. Este fue el punto de partida que me hizo
recordar mi ilusión de niño de qué querer ser cuando fuera grande. El prediagnóstico
de su estructura ósea sugirió el síndrome de Marfan. “Investigamos” en internet
este nombre y quedamos muy sorprendidos por la complejidad del cuadro. Una
serie de condiciones que no hicieron más que incrementar nuestras interrogantes
y emociones. Cardiólogo, neumólogo, odontólogo, oftalmólogo, endocrinólogo,
traumatólogo y genetista fueron las especialidades por las que hicimos varios tours
un tiempo para poder confirmar el Marfan. Finalmente se determinó que no era
propiamente Marfan pero sí que tenía toda la condición ósea del síndrome que
repercute precisamente en su crecimiento, el diagnóstico fue “hábito marfanoide”.
Mateo tenía 5 años cuando un
día visitamos a su pediatra en realidad para una atención de rutina para
Santiago. Mientras que el doctor nos hablaba de las vacunas pendientes, Mateo y
Santiago jugaban en el piso del consultorio donde una suerte de espacio de
esparcimiento los divertía. El doctor nos hablaba pero se distraía
constantemente viendo a mis hijos. Interrumpió sus explicaciones y nos preguntó
si Mateo siempre tenía esa mirada de pronto perdida o concentrada en un punto
específico, dijimos que sí, que comúnmente es así, ¿por? El doctor se reclinó
en su silla y dirigiéndose a mi esposa le dijo la frase más dura pero cargada
de total honestidad que hoy agradecemos infinitamente haber escuchado: “tu hijo
no es normal”. Y nos recomendó a un neurólogo; una nueva especialidad para
nuestro tour antes mencionado.
Con el neurólogo salieron una
serie de comportamientos a evaluar, comunes en Mateo (y nosotros) pero
llamativos para el doctor. Por encargo entonces pasamos con una psicoterapeuta
para, luego de varias sesiones de terapias y ejercicios, se compruebe y
manifieste la realidad: Síndrome de Asperger, un mundo nuevo al que
pertenecemos desde hace de 5 años que tiene su génesis en un paraíso eterno
lleno de satisfacciones. Comprendimos con el tiempo que la “anormalidad” a la
que se refirió el pediatra de manera inteligentemente oportuna, es maravillosa.
Luego de que Mateo cumpliera los 7
años visitamos nuevamente al pediatra. Habíamos dejado pasar tiempo de ir a
verlo porque enterados del Asperger estuvimos inmersos en terapias y dejamos
los temas físicos que se tomen unas largas vacaciones. Ese día el doctor le
hizo un examen completo a Mateo. Su cara manifestaba extrañeza y las nuestras
asombro. Nos dijo entonces que debía pasar por nuevos exámenes porque sentía
deformidad en la zona testicular de Mateo. Hechas las pruebas se detectó un
quiste en la bolsa testicular que había remplazado al testículo y éste, por
eso, no había descendido. Tenía que ser operado nuevamente. Entonces Mateo ya
consciente debía tolerar las inyecciones de los exámenes previos, del pre y
postoperatorio, etc. Hidalgamente lo hizo. Salió de sala de operaciones, reaccionó,
dijo varias incoherencias, sonrió y su apetito fue voraz por el resto de la
tarde. Nuevamente me demostraba que el buen ánimo y humor es el mejor relajante
y reconstituyente que el propio organismo puede producir.
Pasó más tiempo, Mateo siguió
creciendo y siempre sorprendiendo con su peculiar forma de ser. Un día de esos
tantos en los que ríe a carcajadas me di cuenta que su dentadura presentaba
dientes posicionados en lugares donde no deberían estar (supimos que era
producto precisamente de la condición
ósea ya descrita). La odontóloga que desde entonces lo trata manifiesta
que son pocos los casos en los que ha tratado una dentadura similar. Le han extraído
tres piezas dentales para poder colocarle un aditamento ortopédico que permita
el reacomodo de los dientes de forma normal lo que ha contribuido a que dos piezas
dentales más se caigan solas. Su sonrisa sigue siendo bella y tiene visos de
lograr ser más bonita aun. Mi hijo tiene un
procesador de alimentos incorporado a las encías y considerarlo así lo
divierte.
Una tarde de invierno del año
pasado Mateo llegó agotado del colegio. Tenía dolor en el estómago, había
vomitado, se sentía decaído y, lo más extraño, no tenía apetito. Descansó el
resto de la tarde pero amaneció con las mismas condiciones y mucho dolor.
Fungiendo de médico de emergencia hice unas pruebas que conocía hicieron
conmigo cuando también tenía 9 años y lo llevamos una vez más a la clínica. Esa
misma noche y con una carita que no le permitía disimular el dolor que sentía,
Mateo entraba por tercera vez a una sala de operaciones para que retiren el
apéndice de su organismo porque había llegado a su fecha de vencimiento. Fuimos
a verlo cuando despertaba. Nos dejaron pasar solo un momento y uno por uno,
primero mamá y luego yo. Cuando estuve con él sus ojitos estaban cerrados. Dormía
el mejor de los sueños, manifestaba la mejor de las calmas, transmitía la paz
que tanta falta le hace al mundo. Acaricié su frente y me acerqué lentamente a
darle un beso. “Eres la valentía hecha niño”, le dije, y verlo indefenso me
quebró. Volví a besar su frente y abrió un ojo, no los dos, sólo uno. Me miró,
me sonrió y con una voz muy tenue me dijo que tenía sueño. Duerme hijo, le
dije, descansa, ya te operaron. ¿Ya?, me preguntó. Sí, le dije, ya te operaron,
de acá hasta la próxima. ¡Yeeee!, dijo él con suma debilidad y volvió a dormir.
Durante este último verano Mateo
enfermó de un resfrió que se le complicó. En casa no pudimos curarlo y lo
llevamos por emergencia a la clínica. El doctor pidió unas placas y al verlas a
contraluz observó algo más allá que unos pulmones y bronquios congestionados.
Producto de la condición ósea Mateo tiene el tórax hundido. A esta
característica se le conoce como pectus excavatum. Cinco años antes nos habían
dicho que no era necesario operarlo salvo sea por una necesidad meramente
estética. Sin embargo las cosas aparentemente habían cambiado. El doctor veía
las placas y nos hizo un nuevo tour por varias especialidades donde la última
parada debía ser un cirujano de tórax. Las placas demostraron que, producto del
hundimiento del tórax, el corazón se había desplazado a un lado presionando al
pulmón reduciendo su capacidad; esto desencadenaba las complicaciones por cada
resfrío común que presenta siempre: la poca capacidad pulmonar que tiene en uno
de sus pulmones.
Mateo será operado pronto de
nuevo. Ingresará otra vez a una sala de cirugía para afrontar quizá la más
compleja intervención hasta ahora considerando que es la cuarta. Colocarán una
barra de acero quirúrgico entre su corazón y tórax que irá literalmente atornillada
a las costillas y ejercerá tal presión permitiendo que la excavación ósea de su
pecho se pronuncie hacia afuera de manera que el corazón, poco a poco, retorne
a su lugar habitual y el pulmón recupere completamente su capacidad. Permanecerá
con esta barra por espacio de dos años aproximadamente y luego deberá ser
retirada. En la reunión con el cirujano, donde Mateo estuvo presente, se conversó
de absolutamente todo: riesgos, consecuencias, malestares, etc. ¿Habrá dolor? Mucho,
dijo el doctor, al cabo de la operación y por lo menos por un mes y medio o dos
el dolor será fuerte y tendrá que ser atenuado con muchos analgésicos. Luego de
esta etapa puede desarrollar su vida con normalidad. El dolor deriva
precisamente de la barra que debe acostumbrarse al organismo, o viceversa,
considerando que ya al momento de su colocación empuja considerablemente el
tórax para impedir siga creciendo hacia adentro y a esto debe sumársele los
ejercicios de respiración para que el pulmón se acostumbre a su nueva capacidad
y desplace o retorne al corazón a su ubicación regular. A esta técnica médica moderna se le denomina La Barra de Nuss.
Mateo quiere ser operado. Le
encantan las clínicas. Le encanta estar internado. Le encanta que las enfermeras
lo engrían, se avergüenza cuando lo bañan. Le fascina la merienda de la
clínica, espera ansioso la hora del desayuno, almuerzo y cena. Le divierte que
la nutricionista evolucione con las dietas de líquida a blanda y de blanda a “ya
puedes comer de todo”.
Sabe que la operación es
compleja y con consecuencias de dolor pero ha encontrado motivación porque
pronto en la playa podrá mostrar un pecho nuevo, porque podrá respirar mejor y
porque, además, dice que la fuente de poder de Ironman está en su pecho y él
siente que tiene la misma fuerza.
¿Qué más le pido a la vida
entonces?, si cuando me hizo papá me dio a un niño con un coctel de situaciones
que no hacen más que hacerme fuerte (no tanto como Ironman, claro) y agradecido
con tener en mis manos al hijo más valiente que existe. Al hijo que me enseña
con simpleza que la vida se disfruta. Al hijo que cuenta ya los días para
entrar nuevamente a un quirófano y ponerse a prueba de que el dolor no existe,
y que sí lo siente, lo controlará como las dos veces que a la fecha se ha abierto
la cabeza y han tenido que ponerle puntos porque claro, es un niño.
Decía al inicio que Santiago,
mi hijo menor, llegó el año 2008 para terminar de acomodar mi vida, y así fue.
Santiago es un complemento perfecto. Es el punto seguido de mi vida desde que
fui papá. Noble, único, cariñoso, palomilla como él solo pero, lo más
sorprendente y que no ha necesitado ni por fuerza ni por orden de papá y mamá,
es que es un fiel cuidador y admirador de su hermano mayor y a sus cortos 7
añitos, un ejemplo para mi familia. Ejemplo de tenacidad, extraordinario
sentido del humor y de capacidad de que todo el amor que tiene en sí repartirlo
equitativamente a todos y seguir produciendo más porque, si Mateo irradia Paz,
Santiago irradia Amor.
La otra noche le pedí a
Santiago que haga un dibujo de la familia. Cogió sus colores y nos dibujó a
todos sonrientes. Y peculiarmente dibujó en Mateo la barra de Nuss que pronto le insertarán.
Para mí es una obra de arte que comparto con todos, porque así es mi familia.
No tengo más que pedirle a la
vida, lo tengo todo desde que soy Papá.
Hijo, que buena narración la que nos has regalado.
ResponderEliminarMateo es un bendecido por Dios, su peculiar manera de ser y afrontar las cosas nos deja perplejos. Estoy segura que esta vez también saldrá de sala de operaciones dándonos la serenidad que necesitamos. Su Ángel de la Guarda aliviará los dolores y una vez más Mateo demostrará que es un vencedor.
De Santiago, ni hablar, siempre dije que la nobleza de su carácter es algo que se debe cultivar.
Un beso y..... no dejes de escribir.