Han pasado seis meses, mi
último relato marcó un nuevo punto de partida en mi vida. Pueden leerlo si
desean para que puedan profundizar en el contexto de lo que ahora quiero
compartir. Decidí dejar de escribir todo este tiempo porque cuando intentaba
hacerlo, por alguna razón, no podía. Las ideas salían pero todas juntas,
entonces las letras se desordenaban y decía, - no es el momento, quizá más
adelante -. Fue así que decidí buscar un momento de conmemoración y hoy es cuando
se cumplen seis meses desde el día que mi hijo fue operado. Hace ciento ochenta
días a esta hora (veinte de agosto de dos mil quince, once de la noche) íbamos camino
a casa, a descansar supuestamente. Mateo llevaba ya cuatro horas en cuidados
intensivos y esa noche, antes de salir de la clínica, entramos a verlo, estaba
dormido, reaccionaba poco a poco. Muchos tubos interconectados con aparatos,
luces, sonidos y olor a medicinas decoraban su espacio dentro de un ambiente sumamente
frío. Indefenso y valiente al mismo tiempo. Besé su frente y me fui. Dormimos poco
en casa. A la mañana siguiente fuimos a verlo y, ya despierto, iniciaba un
largo proceso de recuperación que trajo sorpresas, preocupaciones pero,
finalmente, buenaventura… éxito, mejor dicho.
Previo a la operación las
cosas cambiaron, ya no sería una barra entre su esternón y corazón. La técnica
no podía ser usada por lo complejo que era el hundimiento de su tórax y como
éste comprometía su corazón. El plan cambió, nos dijo el doctor. No podemos
colocar la barra. Debemos abrir su pecho y... etc. Prosiguió la descripción de
todo un suceso donde resonaron frases como “siempre hay riesgo”, “no puedo
operar solo, me acompañará un colega”, “sí, claro que es delicado”, “vamos a
ver qué encontramos”, depende, primero tenemos que abrirlo”, “la recuperación es
dolorosa”. Como cuando suenan las doce campanadas de una catedral en nuestras
mentes repicaban las palabras del cirujano. Esto hacía que las manos de mamá y
papá se entrelazaran con fuerza, que nuestras miradas se encuentren y que no
sepamos qué decir, dando paso únicamente a una sonrisa nerviosa. Rematé diciendo,
fiel a mi estilo, - Bien doctor, manos a la obra -.
Las puertas de acceso al
quirófano separan dos mundos. Nosotros conocemos el mundo de acá. En el que nos
quedamos. En esta parte del mundo de pronto el tiempo se detiene y decide
avanzar muy lento. La angustia se materializa en abrazos al azar. Tus nervios
te retan a no encontrar calma o tranquilidad. Cuando piensas que ya han pasado
quizá dos horas ves el reloj y te sorprende confirmar que, en realidad, solo
veinte minutos han transcurrido. Del otro lado de las puertas vaivén está el
mundo paralelo que no imagino cómo se desarrolla. Lo único que sé, a confesión del
médico, es que mientras mi hijo era operado, la sala de operaciones estaba
ambientada con música clásica, conversaciones y mucha concentración. Sin
embargo, a juzgar por las palabras finales, más calma había en aquel mundo que
en el nuestro.
Conservo hasta hoy una imagen
en mi mente. Imposible de olvidar o de no recordar e incluso de dejar de
mencionar cuando hablo de este tema y es lo que me impulsa a celebrar la vida
con más intensidad:
Habían transcurrido ya cuatro
horas y media desde que Mateo entró al quirófano con el pronóstico de salir al
cabo de tres como máximo. A la familia no le quedaban uñas que morder. Algunos parientes
ya se habían retirado. Otros habíamos tomado demasiada agua. Para distraer a
Santiago habíamos subido y bajado por las escaleras recorriendo toda la clínica
por lo menos cuatro veces.
Mi esposa y yo conocimos a un
vecino de habitación quien llevaba internado ya más de treinta días por un
tratamiento prolongado que lo obligaba a alimentarse por vía endovenosa
únicamente, se quedaría aun por un tiempo más. Su esposa hacía poco había dado
a luz a su segundo hijo, durante su hospitalización. Una historia que de alguna
manera nos consolaba en la espera porque si cuatro horas eran agónicas, más de
treinta días y en calidad de paciente quizá era más complicado. Pero la
vitalidad de este vecino amigo paciente nos motivó mucho. Su buen deseo y el
detalle de una dedicatoria de despedida marcaron el inicio de una
amistad que quizá con el tiempo se fortalezca; no corresponde decir qué será de
su vida porque el Facebook me lo hace saber diariamente. Un gran abrazo para ti
desde acá expandido a toda tu familia (ojalá te enteres de esto).
Bueno, decía que habían pasado
más minutos de los previstos. Con mi esposa nos acercábamos constantemente a la
puerta de la dimensión desconocida para tratar de conseguir información. Nada. Nadie
decía nada. Nadie sabía nada. Y claro, como que la preocupación se acelera en
paralelo a los latidos apurados de un corazón impaciente.
En un momento y como si
estuviera previsto, la familia hicimos un circulo humano, desordenado. Como cuando
un equipo de futbol o un grupo de actores se alista para salir a la cancha o al
teatro, así. Quizá sin saberlo pretendíamos urdir un plan de resistencia a
malas noticias, una estrategia para tomar el piso cuatro y ya con los rehenes
reducidos, exigir novedades. O simplemente el destino nos quería juntos en ese
momento. Yo creo que fue esto último, el destino y sus decisiones nos congregó
fraternalmente porque algo estaba a punto de suceder.
Ya cuando todos estábamos
agrupados sin saber para qué, las famosas puertas se abrieron. Lo que yo vi fue
esplendoroso. Las puertas se abrieron de par en par y en cámara lenta. Estoy seguro que vi un
haz de luz iluminar dos cuerpos de arriba hacia abajo. Dos figuras
antropomorfas vestidas de verde desde la cabeza hasta los pies hacían una
salida triunfante. Ambos cirujanos limpiaban sus manos. Sus frentes despedían
gotas de sudor, señal de una dura batalla o ardua tarea. Brazos fuertes como de
vaqueros asidos a una soga evitando que la bestia los bote en medio del ruedo. Superioridad
y garbo, y por qué no, hasta un poco de elegancia. Y dos sonrisas, perfectas y
orgullosas, sonrisas que gritaban satisfacción sin haber pronunciado palabra
alguna. Ese cuadro destella en mi mente en este momento. Es más, creo que faltaron aplausos.
Ambos cirujanos en el umbral
de las puertas de su mundo salían a decir que todo había sido un éxito. Ello sabían
que se encontraron con algo complicado, un reto delicado que les demandó un
inmenso esmero durante las cuatro horas y media que no supimos qué pasaba ahí
dentro. “Vamos a ver qué encontramos” recordé que uno de ellos me dijo semanas
atrás.
Volviendo todos a reaccionar, preguntábamos mil cosas pero ni siquiera entre nosotros nos entendíamos.
Uno de los cirujanos cedió la
palabra a su colega dado que éste era el erudito en la técnica practicada, y así
nos describió en brevísimas palabras qué había pasado, qué habían hecho y qué
debíamos hacer. Por supuesto que la idea era conseguir más información pero,
increíblemente no podían darla con precisión porque ambos tenían programada una
nueva operación en pocos minutos y debían preparase. Sin embargo el remate del
médico fue: “El pecho de su hijo ha quedado bien bonito”, me dio la mano y se
fue deseándome tranquilidad. Minutos después Mateo era derivado a UCI. Aun inmerso en la anestesia pero con el rostro de un ángel, pasó por delante de nosotros para empezar a escribir un nuevo libro.
Son seis meses los que han
pasado. Hemos reinventado nuestra familia en todo este tiempo pero no hemos
dejado de ser los mismos. Cada uno hemos aprendido algo y nos quedamos con eso
en privado para continuar saboreando nuestra experiencia y las enseñanzas que
nos deja.
Un hijo es un tesoro
invaluable. Es una fortaleza. Un hijo es un desafío a la vulnerabilidad e imaginación.
Un hijo es la piedra angular que te estrena como padre. Un hijo te motiva a
volar si es necesario. Un hijo jamás te ve débil. Jamás te ve vencido. Un hijo
confía en todo lo que le digas. Un hijo te sigue. Mis hijos son las cosas más
extraordinarias que le han pasado a mi vida, sin lugar a dudas.
En mi vida, esta vez, me ha
tocado autorizar que el corazón de mi hijo se exponga en vivo. Sea expuesto a
la intemperie. Sea desprotegido de su natural cavidad y desprovisto de su
cuidado propio. Ha sido una decisión sumamente difícil. Entre la duda de pensar
qué hacer, si era o no oportuno, si debíamos hacer caso a la primera opinión o
no. Cuando todo de pronto se puso cuesta arriba y difícil. Cuando no había manera
de cómo organizar a la familia en meses tan aciagos y demás etcéteras, es
cuando los hijos te sorprenden.
Santiago, mi hijo menor, en un
momento en medio de todas las complicaciones propias de la recuperación de su
hermano mayor, que fue difícil por una recaída por neumonía y derrame pleural
(imaginemos pues la cicatrización de una herida quirúrgica a pecho abierto
versus la contracción, de una fuerte tos por neumonía en un niño de 10 años,
durante la noche) en uno de esos tantos días me dijo cogiendo mis cachetes
antes de dormir junto con él una noche que Mateo permanecía internado
acompañado de mamá, - papá, nosotros cuatro siempre vamos a estar juntos y ser
muy felices, ¿ya papá? -. Sí hijo, le prometí.
¿Debo exigirle algo más a la vida, me pregunto? No, ¿no?
Finalmente la cicatriz del
pecho de Mateo ha quedado bastante notoria. En su último control su cirujano le
recomendó algunas alternativas para persuadir la forma final que ha adoptado la sanación de la herida, pero él dijo no. - Que se quede como está, nomás. Es mi marca y así se queda -. Y el médico, sorprendido, supo reír sin vacilar.
Me voy a dormir, éste capítulo ya se cerró. Pero
pronto otro se abrirá, estoy seguro.